Según Juan Carlos Monedero, con malos cimientos se levantan débiles edificios. La generación de la Transición cerró la puerta y puso un filtro cultural donde para entrar había que recitar su nuevo catecismo. Sólo cuando sus protagonistas dejen de decir: ¡Hicimos una gesta maravillosa! y lo sustituyan por el más humilde: Hicimos lo que pudimos, podremos dar cuenta de la escasa calidad de la democracia española. Para que el nocturno de la democracia cambie su partitura y abra paso a tonadas donde voces más alegres cuenten. Una transición de mentira que construyó una democracia de mentira. Mentiras acerca de los que lucharon por la democracia antes que nosotros y aún están enterrados en cunetas; mentiras sobre la posibilidad de ser demócrata sin ser antifranquista; mentiras sobre una Iglesia autoritaria que aún se considera con derecho, pese a la escasa compasión de sus cofrades, a dar lecciones sobre hijos o matrimonio; mentiras de una judicatura en la que casi nadie cree pero que sigue repartiendo su justicia de resonancias franquistas; mentiras sobre España y sus naciones, donde todos se mienten para creer que no se necesitan; mentiras sobre las obligaciones de los empresarios y los trabajadores, que construye patronales sin complejos y sindicatos acomplejados; mentiras de un rey rico, con amistades peligrosas, que nos habla de concordia, consenso, frugalidad y familia cristiana; mentiras de una ley electoral hecha para que votar esté guiado por una ley de hierro; mentiras de una izquierda que se empeña en hacerle el trabajo sucio a la derecha y mentiras de una derecha que mantiene intacto el deseo de impunidad de los buenos tiempos del franquismo. Mentiras también de una universidad abandonada y de unos intelectuales con más ansiedad que ideas. De un país que se dice de izquierdas pero es de derechas porque aún no se ha quitado ni el miedo ni las justificaciones para no arriesgar nada. Mentiras, todavía, de un país católico no practicante lleno de demócratas no practicantes.
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